Por Víctor Roura
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En este 2019 Alfonso Reyes tiene una doble conmemoración: 130 años de su nacimiento (vio la luz primera el 17 de mayo de 1889 en Monterrey) y 60 años de su partida mortuoria (27 de diciembre de 1959, que mañana se cumplen).
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Escrito originalmente en 1915, durante su estancia en Madrid, Visión de Anáhuac, ese pequeño libro que narra las andanzas del México prehispánico de 1519, justo ahora hace medio milenio, lo escribió Alfonso Reyes para no sentirse olvidado de su país y llevado por “la nostalgia de mi alta meseta”.
Sin duda, el regiomontano es la figura más representativa del intelectual mexicano, incluso modelo imbatible de Octavio Paz, el segundo más grande trabajador del pensamiento del país, que siguió, acaso de manera involuntaria, los pasos de aquél hasta en los razonamientos literarios más nimios ?no se diga en los métodos de la diplomacia, labor que condujera a ambos en la prosecución de sus objetivos culturales: no de otro modo consiguieron las amistades internacionales que les abrieron las puertas del intelectualismo mundial.
No en vano la colección “Ronda de Clásicos Mexicanos” (Planeta y Conaculta, 2002) publicó, al alimón, sus dos primeros volúmenes con dos títulos de estos personajes tan parecidos y tan distantes. De Reyes Visión de Anáhuac, tal vez su libro más difundido, y de Paz su poemario La estación violenta (1958), que contiene “Piedra de Sol”, quizá su poema más deslumbrante (“un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante,/ un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre”).
En el libro de Alfonso Reyes viene incluida la “Historia documental” de su breve ensayo y de Paz, curiosamente, la explicación de su poema “Mutra”, y los dos textos tienen asombrosas semejanzas en cuanto a su modo de exponer las razones, nunca pedidas, por las cuales decidieron escribir lo que escribieron, y no son sino un reflejo, que sí quisieron exhibir ambos, de su exquisita sabiduría.
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Escrita su justificación en 1955, cuatro décadas después de haberse editado su Visión de Anáhuac, Alfonso Reyes nos detalla cuándo y dónde se fueron publicando sucesivamente los volúmenes de dicho ensayo. Hay algunas anécdotas de relevancia, en efecto: “Joaquín García Monge puso al frente de su edición ciertas palabras tomadas del prólogo con que Francisco García Calderón presentó mis Cuestiones estéticas y de un artículo que éste había enviado al Fígaro de La Habana por febrero de 1914. El 10 de marzo de 1917 me remitió los primeros diez ejemplares, disculpándose de que, en la página siete, dijera: ‘La historia, obligada a descubrir nuevos mundos…’, donde mi original decía: describir. Me gustó la errata, y la adopté decididamente en las posteriores ediciones”.
Por supuesto, el agregado no es sino una autoalabanza que, al parecer, les hacía mucha falta a nuestros primeros intelectuales modernos. “Algunos se inclinan a considerar la Visión ?dice Alfonso Reyes? como mi poema por excelencia; otros optan por la Ifigenia cruel, que no es evocación del pasado o del ambiente geográfico, sino mitología del presente y descarga de un sufrimiento personal. Entre aquéllos, recientemente Octavio Paz, en el prólogo de la Anthologie de la Poésie Mexicaine (París, 1952), donde considera este ensayo como un gran fresco en prosa”.
Pero para Reyes su premio había sido el que todos repitieran y hayan convertido en proloquio las palabras con que se abre su libro: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”.
Sin embargo, estas palabras, “justas todavía ?apuntó Reyes en 1955? para la diamantina meseta, ¿siguen siéndolo, en especial, para la Ciudad de México y sus alrededores? ¿Quién, al volver de Cuernavaca por el Ajusco, no ha visto con pena ese manchón de humo, de bruma y de polvo posado sobre la ciudad? Han cambiado un poco las cosas desde 1915; y en 1940 tuve que escribir la Palinodia del polvo (Ancorajes, 1951 [también incluido en la edición de 2002 de Visión de Anáhuac]), que se abre con este lamento: ¿Es ésta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?”
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Pero no es, por supuesto, la Visión un poema (esa fue una gentileza amigable de Paz, una desmesurada cortesía, para con su admirado colega), sino un ensayo, diríamos un vistazo imaginario, sobre el México antiguo: “El templo mayor es un alarde de piedra ?dice Reyes?. Desde las montañas de basalto y de pórfido que cercan el valle, se han hecho rodar moles gigantescas. Pocos pueblos, escribe Humboldt, habrán removido mayores masas. Hay un tiro de ballesta de esquina a esquina del cuadro, base de la pirámide. De la altura, puede contemplarse todo el panorama chinesco. Alza el templo cuarenta torres, bordadas por fuera, y cargadas en lo interior de imaginería, zaquizamíes y maderamiento picado de figuras y monstruos: los gigantescos ídolos, afirma Cortés, están hechos con una mezcla de todas las semillas y legumbres que son alimento del azteca. A su lado, el tambor de piel de serpiente que deja oír a dos leguas su fúnebre retumbo; a su lado, bocinas, trompetas y navajones. Dentro del templo pudiera caber una villa de quinientos vecinos. En el muro que lo circunda se ven unas moles en figura de culebras aisladas, que serán más tarde pedestales para las columnas de la catedral. Los sacerdotes viven en la muralla o cerca del templo; visten hábitos negros, usan los cabellos largos y despeinados, evitan ciertos manjares, practican todos los ayunos. Junto al templo están recluidas las hijas de algunos señores, que hacen vida de monjas y gastan los días tejiendo en pluma”.
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En La estación violenta, Octavio Paz, diplomático que al igual que Reyes aprovechara su carrera para recorrer el mundo y conseguir, gracias a sus sólidas relaciones públicas, difundir su obra en los rincones del planeta, que incluso le merecieron el Nobel, amigo finalmente del juez sueco que determinaba ?ya fallecido? las nominaciones en Latinoamérica, el escritor mexicano incluye su poema “Mutra” (escrito en Dehli en 1952):
Como una madre demasiado amorosa, una madre terrible que ahoga,
como una leona taciturna y solar,
como una sola ola del tamaño del mar,
ha llegado sin hacer ruido y en cada uno de nosotros se asienta como un rey
y los días de vidrio se derriten y en cada pecho erige un trono de espinas y de brasas
y su imperio es un hipo solemne, una aplastada respiración de dioses y animales de ojos dilatados
y bocas llenas de insectos calientes pronunciando una misma sílaba día y noche, día y noche.
¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo!
Y, como Reyes, casi cuatro décadas después, Paz hace, en 1995, una nota pertinente de las razones que lo movieron a escribir dicho poema: dice que en aquel año, 1952, visitó Mathura a poco de su llegada a la India: “Allí contemplé, seducido las estatuas de las yakshi, representadas en graciosas y lascivas posturas; ante la decapitada escultura roja de Kanishka me estremecí; desde una barca presencié la ceremonia: los cantos de los sacerdotes, las velitas navegando por unos minutos en las aguas antes de ser tragadas por la noche, las tortugas subiendo, lentas, a los bordes del Yamuna”.
Sobre su poema en concreto, Paz poco podía decir, según acotó, porque aseguraba sentirse “lejos de su lenguaje”, excepto que, tal como le confió [nada más ni nada menos] a Alfonso Reyes en una carta, “lo escribí para defenderme de la tentación metafísica de la India”.
Dos intelectuales con nostalgia; uno de México y otro de la India, pero ambos con la innegable necesidad de comunicar al lector su ansia poética para confirmarse desesperadamente como poetas. (Aunque es claro que el que daba la pauta era don Alfonso que por cada paso dado sería continuado, años después, por don Octavio.)
Ansiedad que sedujo, también, a nuestro Alfonso Reyes. Su “Arte poética”, fechado en París en 1925, sólo tiene ocho endecasílabos:
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Asustadiza, gracia del poema:
flor temerosa, recatada en yema.
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Y se cierra, como la sensitiva
si la llega a tocar la mano viva.
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?Mano mejor que la mano de Orfeo:
mano que la presumo y no la creo,
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para traer la Eurídice dormida
hasta la superficie de la vida.
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Pero su poema, el suyo, que es a la vez el de todos, es “Sol de Monterrey”, con el que se licenció de poeta:
No cabe duda: de niño,
a mí me seguía el sol.
Andaba detrás de mí
como perrito faldero;
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
Saltaba de patio en patio,
se revolcaba en mi alcoba.
Aun creo que algunas veces
lo espantaban con la escoba.
Y a la mañana siguiente,
ya estaba otra vez conmigo,
despeinado y dulce,
caro y amarillo;
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
(El fuego de mayo
me armó caballero:
yo era el Niño Andante,
y el sol, mi escudero.)
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Como luego lo haría Salvador Novo (y como luego lo haría Carlos Monsiváis), Alfonso Reyes inauguró, de alguna forma (o de muchos modos), la presencia del intelectual que de todo opinaba y sabía. Por algo en 1952 escribió, escuetamente, que él era el “primero en saber que mi variedad en asuntos y estilos ha contribuido a que se me vea un tanto borroso”, aunque lo cierto es que su gama cultural era, en efecto, tan amplia que no podía, ni debía, quedarse callado. Porque estaba obligado a hablar.
¿No era acaso un intelectual?